En dos lugares distintos del mundo dos hombres toman al mismo tiempo la decisión de abandonar el pensamiento racional y recortarse del tiempo para arrojarse al espacio. Cada uno elige un camino totalmente distinto, sólo están hermanados a un nivel de intuicion clara. A los ojos vacuos del cosmos esto no le supone una gran diferencia, a los ojos cerrados de los durmientes, tampoco.
En una ciudad sin sueño, arrebatada de las líneas del puente de Brooklyn, un hombre se levanta siendo un muchacho. La desorientación es absoluta. No reconoce nada de lo que le rodea: las paredes son extrañas, las sábanas, la cama. La tenue luz de la mañana acuchilla la oscuridad con las líneas que atraviesan las persianas. ¿Nada es reconocible porque nada es visible? ¿Son mis ojos, se pregunta, la verdadera fuente de mi sensación de desconcierto? No, por supuesto, no es lo que veo ni lo que no veo, es lo que cae sobre mi piel en una fina película de comprensión táctil, es el olor a desconocido que reclama esta habitación.
Y se levanta con cautela, convencido de que cualquier cosa es posible, puesto que la realidad que hasta ahora consideraba concreta, ha dado un vuelco apenas perceptible modificando su eje de gravedad para siempre. Comprender las implicaciones de estos hechos se convierte lentamente en una necesidad más acuciante que comer, beber o dormir. En el lapso de los breves segundos que le lleva abandonar la cama y acercarse a la ventana para arrojar literalmente luz sobre su desconcierto, ocurren demasiadas cosas en el mundo como para que él tenga importancia: un hombre le dice a una mujer que no es quién ella cree, una niña abre un agujero en el espacio-tiempo con la punta de un dedo, cosas así.
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